“¡Oh, cómo envidio a los creyentes, capaces de convertir la muerte en un misterio por descifrar!
Aquí estoy, con mi torpeza, intentando enlazar estas palabras que me hieren antes de ser concebidas. Desde hace días, sólo sé bucear en la oscuridad, y cada vez que las razones me levantan una vocecita enemiga de mí misma estira hacia abajo la cuerda, y me deja nuevamente perdida, allí donde habitan la rabia y el dolor. Como si no pensar en él fuera una traición. Desde fuera, la gente que me ama me dice cosas bonitas, y no desprecio su calor, sin el cual todo sería más sombrío. Sé que tienen razón, que la suerte de disfrutar de un padre luminoso que me ha acompañado durante tantos años es un lujo de difícil alcance y que, cuando aprenda a convertir su presencia en memoria, lo seguiré teniendo conmigo. Pero las verdades de la razón son extranjeras en la patria de la pena, donde no valen las viejas gramáticas. Ahora, que lo echo tanto de menos que me ahogo, no hay palabras que lo expliquen, porque la muerte es sucia y negra como el hollín, y nunca permite un epílogo. Sólo sé que lo quiero sacar de aquel ataúd donde yace, que no entiendo qué hace allí, a solas, en un lugar tan inhóspito, sin mamá, sus hijos, sus nietos, su gente, su perrito, su Cadaqués...
Dicen los sabios que la muerte de un padre es un hecho natural. Y sé que los que me dan el pésame con estima piensan que es ley de vida, que la edad, que no ha sufrido, que lo hemos tenido..., pero lo oigo como un eco lejano, como si fuera el relato de otro. Porque, aunque el cerebro intenta entenderlo, su ausencia lo quiebra todo, y sólo sé que lo necesito más que nunca, y no lo tengo. En otros artículos he hablado del dolor de algún amigo ante una pérdida. Y pensaba que lo entendía, que me ponía un poco en la piel, que era capaz de sentir una honda empatía. Pero ahora me doy cuenta de que no era cierto, porque cuando la pérdida te rasga por dentro y la tierra firme se convierte en arenas movedizas, las palabras son herramientas rotas que ni explican ni calman. Es entonces cuando querrías gritar bien fuerte que tu padre era un ser magnífico, profundo, bondadoso, protector, que las almas buenas no tendrían que irse y que su pérdida nos deja, a los que lo hemos amado, desconcertados y derrotados. Es cierto que nos queda su legado, la familia que supo construir con delicado cuidado, los valores que nos inculcó, la memoria que nos legó, los consejos que nunca escuchábamos, el amor que siempre nos regaló. ¿Pero cómo se hace para dejar de añorarlo y empezar a recordarlo? ¿Cómo se transita por ese camino sórdido y amenazador, donde él ya no ilumina los pasos?
¡Oh, cómo envidio a los creyentes, capaces de convertir la muerte en un misterio por descifrar! Yo sólo siento su mordisco en el corazón, su cruel zarpazo, y no es misteriosa ni descifrable, sino seca y brutal. Y en este pozo de dolor, sólo oigo el ruido de mis propias preguntas: ¿Dónde estás, papá? Sin ti, ¿cómo lo haré?